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miércoles, 29 de junio de 2011

Naranja, rojo, verde

Hace un tiempo que la chica cree que algo ha cambiado.
Sumida en el más profundo dolor, creyó ver al maldito (a partir de ese fatídico día y para siempre, se llamará de esta manera) deleitándose con un relajado y tranquilo paseo junto a una señorita pelirroja bajo la ventana de su habitación. Esa ventana junto a la que, en las largas noches de verano del 2007, no podían parar de hacer el amor, a través de la cual se proyectaba en las paredes la luz anaranjada de las farolas de la avenida, en forma de rayas discontinuas, deformadas por las ranuras de la persiana. Solía dormirse con la cabeza sobre su pecho observando las rayas naranjas en su pared, hasta que cerraba los ojos y entonces todo lo que veía era la oscuridad del sueño.

La chica montó un drama histérico y sus amigos, en un intento de consolarla, la llevaron a uno de esos centros de ocio a cenar y a jugar a los bolos...

Al día siguiente, después de una noche sin dormir y un terrible dolor de cabeza, le vio otra vez. Y sin más, desde el intenso dolor y profundo abismo en el que se hallaba, apareció una fuerza insospechada que le subió desde las entrañas hasta el pecho y le inundó el corazón: ahí se encontraba ella, junto a un extremo del paso de peatones con el semáforo en rojo mirando fijamente al maldito que, acompañado por la señorita pelirroja (pelirroja-naranja), se situaba en el otro lado de la calle. La fuerza de su pecho se proyectó en los ojos del maldito a través de su mirada, más brillante que el cabello de la pelirroja, tan llena de odio que ardía en fuego como el rojo Ampelmann, rojo, quieto, estupefacto.

“No se trata de rencor, sino de odio” dice Panero. Ahora la chica le entendía.

El maldito la vio. Ella creyó distinguir en él una mirada de preocupación, y de sorpresa. Incluso, de súplica, ante el manifiesto desastre que se iba a desencadenar en unos segundos.

El semáforo se puso en verde, y para dramatizar aún más la escena, la chica se quedó de pie en ese lado de la calle, con los brazos cruzados y su mirada de odio clavada en el maldito, que empezó a avanzar hacia ella cruzando el paso de peatones junto a la pelirroja. Ella le esperaba para plantarse delante de él.

Y de repente, a tan sólo dos pasos del maldito, descubrió que el maldito no era tal.

Se le parecía muchísimo pero no era el maldito.


Comenzó a andar y se dio cuenta de que sus piernas estaban temblando. El odio dio paso a un gran alivio, sin embargo, un alivio de muy mal sabor, tal como cuando te comes una cereza pasada y es amarga. Porque quería que fuera él, quería obligarle a presenciar lo que en ese fatídico día él quiso evitar. Durante los segundos en que el Ampelmann se mantuvo en rojo ella pensó que era él, y no quiso esconderse, huir, desaparecer, sino hacerle frente, plantarle cara, clavar sus ojos en los suyos y que jamás se olvidara de esa última mirada, que se reencontrara con su rostro, esto es, con sus demonios.
Entonces, ¿le había vencido, aún cuando no se tratara del maldito? Creyó haberle visto con otra chica pero el dolor se convirtió en fuerza, que le permitió ponerse en pie, salir de la habitación de paredes acolchadas, darle una bofetada a su miedo. Su semáforo se había puesto en verde al fin.

Caminando hacia la plaza España, esquivando perros y pelotas de niños, cayó en que el falso maldito llevaba una camiseta de AC/DC, y eso no era posible en el auténtico maldito. Bueno, más que imposible, mejor decir que era poco probable, ya que como dice Arendt, citando a Rosset, “Los hombres normales no saben que todo es posible”; como ella ya no es normal (si es que en alguna ocasión lo fue; más bien pretendió serlo), ha aprendido al fin que todo es posible.

Por cierto, ¿qué debió pensar el desconocido acerca de la mirada de la chica fija sobre él, ininterrumpida y llena de odio? ¿Y la pelirroja?

Hace un tiempo que, sola en su cama, observa las rayas naranjas en las paredes de su habitación, pero ya no le duele.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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