Si acaso, cuando escucho esta canción, puedo reproducir mentalmente cada rasgo de su rostro.
Las primeras notas comienzan dibujando, delicadamente, la torsión redondeada de sus rizos, de uno en uno; poco a poco, lentamente, repite el patrón de las ondas de su cabello, cada curva de sus bucles, una tras otra: rizos, rizos y rizos... Se detiene. Continúa perfilando la finura del contorno aterciopelado de sus pómulos, descendiendo hasta su mentón. Momento ambiguo, que me llena de tormento. Y aparece el perfil que podría reconocer a mil kilómetros de distancia, entre mil millones de personas anónimas. En silencio, la melodía sube por la mejilla opuesta. Devienen otras desnudas pero nítidas notas que esbozan su intensa mirada; diminutas notas de piano dibujan sus ojos, como el movimiento ondulatorio de dos gotas al caer en el agua, que al mismo tiempo, siento como dos punzadas de aguja en mi corazón. Tinta negra sobre blanco. Esos ojos castaños, inteligentes, atentos, bajo la expresión seria y adulta de su ceño... Incluso puedo observar cada una de sus pestañas. Desciende la música por su nariz, esculpida en marfil, hasta alcanzar sus labios: redondeados, suaves y... me tengo que callar. Casi puedo ver esa maravillosa sonrisa, que me hace tan feliz. En este momento recuerdo la sonrisa que en una ocasión me dedicó. La he recreado tantas veces, que se ha convertido en una toma de cine congelada, acartonada, en color sepia. Entonces, mi alma se funde con el universo: se me abre un abismo en el pecho. Quedaron unos rizos, los que se asoman detrás de las orejas. Finalmente, en los últimos segundos del tema, la imagen se diluye, como una cucharada de sal en el mar.
Continúan siendo sólo palabras mediocres que no lograrán nunca abarcar la inmensidad de Charlie.
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